jueves, 17 de septiembre de 2015

Sábado Gigante

Mañana es el último capítulo de Sábado Gigante y ya me quiero morir. Hace varios años que dejaron de darlo en Chile (para mi desgracia) pero mi amor por Don Francisco es tan grande que este final me deja el alma podrida. Cuando entré a la universidad lo conocí. La primera semana partió con una foto con él y pensé que iba a ser maravilloso: ¿qué podría ser malo si comenzaba con Mario Kreutzberger?

Yo estoy segura que mi abuelo tiene diabetes por culpa de Sábado Gigante. Mi abuela siempre recuerda que en esos años no tenían nada que hacer.  Entonces los sábados ella cocinaba kuchen, queque, torta, cosas así. Se sentaban en el sillón–mis dos abuelos, mis cuatro tíos, mi mamá– y todo el día veían la tele. Y comían. ¿Cómo no le iba a dar diabetes?

Cuando tenía tres años nos fuimos a La Serena. Mi papá, mi mamá y yo. Después nació mi hermano. Y allá veía al Chacal y al animador que regalaba autos y decía que eran nuevecitos de paquete. La expresión se quedó en mi para siempre. Desde allá pensaba en mi familia en Santiago, viendo el mismo programa.

Nunca me gustó la cazuela. Pero cuando volvimos a Santiago me acostumbré a comer las que prepara mi abuelita, llenas de choclo y porotos verdes. Recuerdo muy bien una tarde, el mantel blanco puesto, Sábado Gigante en la tele. Pedí mi primera cazuela por gusto propio. Estaba deliciosa. Después dejé de comer carne pero no pude dejar la cazuela. Sólo la aparto. Que los más puristas me juzguen. No puedo dejar la cazuela.

Mi papá salió en un programa de Don Francisco. Era uno de concursos, con maletines. Le preguntaron qué haría si ganaba el premio. Él dijo que pagaría nuestra educación y algunas deudas. Daban tres premios, el quedó cuarto y sólo le dieron unas galletas. Quizás si hubiese ganado ahora no le debería tanta plata al Estado y Corpbanca.

De primero a quinto básico estuve en un taller de ballet. Un año la presentación de fin de semestre  coincidió con la Teletón y me quería morir. Me iba a perder muchas horas de ver el programa. Me tuve que acostar temprano y perderme el show infantil. Fue una pesadilla.

Varios años después estuve en clases de inglés los sábados. Me iba a perder la Teletón y también sufrí pero terminé viéndola en la tele del instituto. Lo mismo hice en el preuniversitario.

Cuando se murió Camiroaga pensé que cuando se muera Don Francisco va a ser mucho peor, porque él era el único que se le acercaba un poco. Después de ellos hemos tenido puros animadores de mierda.

Mañana se acaba Sábado Gigante. Voy a llorar un montón.

Plantas

alrededor de la niña
crecían plantas
de hojas grandes verdes
salían de su cuero cabelludo
su madre tenía que regarlas
para que no se secaran
a nadie le gusta una niña
con el pelo reseco
a nadie le gustan las plantas
con las hojas secas

la niña no podía llorar
porque el agua era para las hojas
no para ella
no sé si se entiende
imagínate qué pasaba si se le secaban las hojas
las personas dejaban de hablarle
de preguntarle porqué tenía una planta en la espalda
ella le decía que era una tradición familiar
siempre llevaba
una mochila en la espalda
para que diera la impresión
de que ahí salían las hojas
grandes verdes

siempre le pedían selfies
a ella le daba vergüenza
y cómo no, si tenía dos hojas grandes
como a la gente que le avergüenzan sus orejas
por buena educación decía
que bueno aunque siempre
sonreía con una mueca extraña
con los labios para el lado
como si fuera a vomitar
y a veces pasaba
por ejemplo
en el otoño
las hojas se caían
y le dolía la espalda
y quería sacarse la mochila
porque a veces llovía
pero qué se podía hacer
no podía podarlas
aunque su vecino era jardinero
y comentaba sobre lo maltratada de la planta
a sus espaldas
en la junta de vecinos
a la que su madre nunca iba
por buena educación decía
que tenía que quedarse
cuidando a su hija
que no tenía tiempo
para la junta de vecinos
o para sacarse selfies
menos con los vecinos
que sólo la miraban
para pedirle tierra de hojas
la tierra que la hija
llevaba en la mochila
todo el tiempo.

Septiembre

En su casa hay pinturas de pinceladas bruscas. Los cuadros son de ollas vacías, de frutas que ya están secas. Los pintó ella una vez y él las tiene en su casa, colgadas en la escalera. Hay otras fotos que no sé si son fotos o venían con el marco, pero tienen caras de animales y montañas. Mi abuela también tiene de esos, los compra en la feria y los pone frente al lavaplatos. En la casa de mi abuela hay frascos con flores y en la suya hay botellas con plantas medicinales que también son de la feria.

En el día no hay nada. En el día hay pocas cosas que me gusta recordar.

Cuando me llamó yo estaba durmiendo pero me desperté. Escucho las palabras como si fueran una broma, y pienso en que el libro que te di huele exacto como las hojas de diario viejo bajo el sol en el verano: las páginas amarillas y arrugadas, en un rincón de la pieza que no se puede ver. Tomo la flauta entre mis manos y veo el mango gastado, la boquilla mordida y me da asco, pero intento tocar unas notas. Salen todas desafinadas. La flauta no es mía ni es lo mío.

El techo está a la misma altura de siempre.

Esta brisa es igual a la del año pasado. La tierra no varía: más húmeda o con más piedras. Las almendras no llegan, las nueces siguen como hace dos semanas. La flauta no es mía y nunca se la devolví a la persona que le correspondía, porque ya no la veo y no creo que recuerde que tengo su flauta; porque ya no toca la flauta. Ya no toca nada.  Acá nadie la toca, está (también) en un rincón de la pieza que no se puede ver. Un rincón del que nadie se acuerda hasta que se ordena la casa.

Su casa está siempre ordenada. Cuando voy yo no hay papeles en el piso, no hay tazas ni platos ni envoltorios de dulces que alguien se comió. Hay olor a plantas podridas, a veces: siento la menta que se enfermó y que también compré en la feria. Se llenó de puntos blancos, las hojas verdes repletas de peste.

Los perros que persiguen las ruedas en septiembre se olvidan y miran al cielo. Un mes así yo también me olvidé de mirar hacia abajo y no vi la planta que se pudrió, no vi que su pieza estaba desordenada, no vi que las plantas también se enfermaban.

Cuando desperté escuché su llamada, o me llamó y en ese momento desperté. Escuché todas las cosas en tono de broma, pero miré al techo y ya no estaba a la misma altura.  La almohada se da vuelta y mi cabeza también, ya no sé donde mirar sin marearme ni pensar en que cuando más quiero que lo veas es cuando menos lo vas a ver, en la menta podrida y en la flauta desafinada, en pensar en la enredadera en el jardín nuestro bajo el sol quemándose como la hoja de diario en el verano.